martes, 30 de mayo de 2017

Reflexiones precumpleaños

Hace un par de años, cuando mi abuelo murió y me diagnosticaron un padecimiento, decidí hacer una celebración de la vida.

Organicé una fiesta de cumpleaños el mero 5 de junio, que tradicionalmente había pasado en familia hasta entonces. Una fiesta de rockstars para celebrar que, a pesar de todo, existimos.

Curiosamente fue mucha más gente de la que esperé que llegara. La mayoría eran mis amigos. "¿Es en serio?", pensaba mientras deambulaba por el lugar con mi minivestido plateado y mis súper tacones rosas. Qué piernas se me veían, qué contenta estaba de ver a mi familia y a mis amigos ahí, reunidos, felices y bailando. No podía pedir más que eso que me estaba pasando.

Y luego cumplí treinta en medio de un vórtice de emociones y una estampida de cambios. Ese día, el 5 de junio de 2016, decidí hacer una labor ciudadana y fungí como funcionaria de casilla. Craso error: entre el cansancio de la jornada y la espera de una llamada que no llegó, los treinta no iniciaron tan bien como esperaba.

Este año, en la víspera de mis 31 años, he decidido que ese día transcurra como cualquiera. No tengo nada que celebrar. El tiempo pasa y la vuelta al Sol es simplemente el devenir cotidiano de la naturaleza. Quizá celebrar los cumpleaños sea un signo de racionalidad, pero esta vez no tengo motivos ni ganas de ser tan racional (¿Será acaso que estoy negando mi humanidad?)

Últimamente siento que camino por inercia y sin rumbo. Que nomás voy pasando por la vida. Me preocupa, claro, porque el tiempo no espera y si sigo esperando la vida me va a arrastrar a la muerte como una ola. Por otro lado, en este momento estoy cansada de nadar contra corriente. Quisiera confiar en el mar: que me arrastrara a la orilla o a aguas continentales y, si he de naufragar, que me encuentre una isla como Robinson Crusoe.

Después me acuerdo de que no puedo darme ese lujo y muevo los brazos con tanto ahínco que termino por sentir que me ahogo y que la desesperación se me agolpa en la garganta mientras veo una ola gigantesca a punto de arrastrarme. "Resiste", me digo. "Nada un poco más". "Vuelve a ser tú". "No te rindas". Apelo a la adrenalina para que me haga salir del agua, justo como aquel septiembre en que entré al mar vespertino y casi no la cuento.

A lo mejor, en el fondo, lo que quiero es que me consientan. Que mis seres queridos me levanten de la cama y me obliguen a salvar la ola. Sin embargo, ya estoy grande y nadie me va a consolar si me avientan la cara al pastel, como cuando era niña.

Quisiera ser niña otra vez. Sin grasa extra en el cuerpo, amargada y feliz como era. Quisiera no sonreír en las fotos porque estoy chimuela y no porque las mejillas se me ven más abultadas. Quisiera ir a la escuela y abrirme las rodillas en el patio, porque jugué con brusquedad. Quiero volver a la ilusión de los siete años, cuando me di cuenta de que quería escribir toda la vida. Añoro esa edad dorada en que redactaba mi diario lleno de pendejadas.

Siento que le fallé a esa niña linda llena de ilusiones ingenuas. Siento que fracasé y que sigo fracasando. Siento que no valgo nada. Que quiero que la marea me lleve adonde sea, con tal de no quedarme estancada.

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